Desde el movimiento reformista del siglo XVI, el tema de la justificación del cristiano dio mucho de qué hablar. En mi investigación personal, me he encontrado que muchas de estas controversias («muchas», por no decir la mayoría) se basan en malentendidos habitualmente lingüísticos. De hecho, esto lo pueden comprobar ustedes mismos leyendo el documento producido por el acercamiento ecuménico entre la Conferencia de Obispos Alemanes (católicos) y el Concilio de la Iglesia Evangélica en Alemania (luteranos). El documento se titula: «Las condenas de la era de la Reforma, ¿siguen dividiendo?», y se aborda una serie de condenas lanzadas de un movimiento a otro. Por un lado, las condenas a los católicos en la confesión de Augsburgo y otros distintos archivos (protestantes) del pasado, se volvían inaplicables según este diálogo; mientras que por el lado católico, las condenas de la contrarreforma1 a las supuestas fallas en las tesis de los reformistas, se volvían insostenibles. En este mismo documento se hace una clarificación lingüística para evitar los malentendidos que nos dividen. Por ejemplo, citando al cardenal Willebrand se escribió:
En el sentido de Lutero, la palabra «fe» no pretende excluir ni las obras ni el amor, ni siquiera la esperanza. Podemos decir con toda justicia que el concepto de fe de Lutero, si lo tomamos en su sentido más completo, seguramente no significa otra cosa que lo que en la Iglesia Católica llamamos «amor».2
Esta es una clarificación importante; sobre todo porque en la apologética católica popular se suele malentender el concepto de «sola fide» utilizado por los teólogos protestantes: tratándose con menosprecio y burla; incluso desafiando el sentido común de los protestantes al leer las Escrituras donde claramente este concepto —distorsionado, claro está— de sola fide es condenado (por ejemplo, en Santiago 2:24).
Sin embargo, el propósito de este artículo no es entablar, principalmente, un acercamiento ecuménico entre dos posturas soteriológicas. Lo que pretendo es dar una exposición resumida (si se compara con la que se da en libros de teología) sobre la posición católica de la justificación que, creo, llega a ser incluso más malinterpretada que la visión protestante de la misma.
- Salvos por gracia, por medio de la fe.
El inicio de nuestra justificación es la gracia preveniente de Dios a través de Jesucristo. El hombre es incapaz de salvarse a sí mismo (Ef. 2:8-10), y por sí mismo no puede moverse a la justicia de Dios. Por ello, la gracia de Dios es la que capacita a la voluntad del hombre para dirigirse a Él. El catecismo de la Iglesia Católica dice que «movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto» (CIC 1989). De la misma forma, el canon 5 del Concilio de Orange lanza un anatema contra el semipelagianismo, diciendo que,
Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y hasta el afecto de credulidad por el que creemos en Aquel que justifica al impío y que llegamos a la regeneración del sagrada bautismo, no por don de la gracia […] se muestra enemigo de los dogmas apostólicos (DH 375; DHR 178).
Posteriormente, el mismo canon cita las palabras de Filipenses 1:6, donde Pablo dice que el que empezó la buena obra en nosotros fue Jesucristo. De hecho, a lo largo de todas las epístolas paulinas vemos el énfasis que San Pablo pone en la gracia de Dios como raíz y principio de toda justificación.
La Iglesia Católica ha entendido perfectamente esto (un vistazo a los numerales 1987 – 2016 del catecismo puede servir para comprobar lo que digo), y los teólogos contemporáneos lo confirman. El famoso teólogo dogmático, Ludwig Ott, ilustra correctamente el entendimiento católico del origen de nuestra justificación:
El carácter gratuito de la gracia exige que aun el comienzo de la fe y la salvación sea obra de Dios. Al verificarse el acto de fe, el primer juicio valorativo sobre la credibilidad de la revelación («iudicium credibilitatis») y la disposición para creer («pius credibilitatis affectus») hay que atribuirlos al influjo de la gracia inmediata de iluminación y moción.3
Esto no quiere decir que la libertad del hombre se vea anulada, porque aún tiene la libre elección de rechazar o no la gracia de Dios (Dt. 30:5). Para que el hombre pueda ser justificado debe haber una cooperación entre la gracia preveniente divina y la libertad humana. Como dice Santo Tomás de Aquino: «Nadie viene a Dios por la gracia santificante sin el ejercicio propio del libre albedrío»4, y es que, como continúa explicando más adelante, la condición propia de la naturaleza humana es estar dotada de libre albedrío. Dado que Dios mueve todas las cosas según el orden de su naturaleza, Dios no podría mover al hombre a la justicia pasando por alto su libre albedrío, «sino que de tal manera infunde el don de la gracia justificante, que mueve a la vez el albedrío del hombre para que acepte la gracia, siempre que se trate de un sujeto susceptible de esta moción.5»
Una vez que el hombre ha aceptado libremente el don gratuito de la salvación, debe proceder a participar del medio instrumental de la gracia: el sacramento bautismal. Jesús fue claro cuando dijo que «el que no naciere del agua y del espíritu no puede entrar al reino de Dios» (Juan 3:5), y que «el que creyere y fuere bautizado, será salvo» (Marcos 16:16). En la gran comisión, el Señor encarga como misión sucesiva a la predicación, el bautismo de todas las gentes en la fórmula trinitaria (Mateo 28:19), y San Pedro confirma el propósito de éste bautismo, que es el perdón de los pecados (Hechos 2:38), y menciona que es un bautismo que «nos salva» (1 Pedro 3:21).
El bautismo es un acto litúrgico por el cual la persona, en virtud de su fe, es aceptada en la comunidad de los fieles cristianos. Como antitipo de la circuncisión del Antiguo Testamento, el bautismo es el principio de la comunión en la vida trinitaria de Dios. Es una aceptación por parte de Dios a la relación filial de Cristo al Padre en el Espíritu Santo.
Por supuesto, esta manera operacional de Dios en el hombre es relativa; es decir, depende de la circunstancia en que se encuentre el ser humano. En lo expuesto anteriormente tratamos el cómo Dios opera en los hombres adultos; en aquellos que poseen pleno uso de sus facultades mentales o que tienen la capacidad racional para tomar decisiones propias; pero, ¿qué sucede con las personas que tienen enfermedades mentales a tal punto que no son conscientes de la realidad de la oferta de salvación?, ¿y qué sucede con los párvulos?
Creo que podemos meter a ambos grupos en el mismo saco. La operación de la gracia divina en los párvulos será la misma que en las personas incapacitadas para asentir intelectual y espiritualmente a la oferta de salvación. Por lo tanto, para fines prácticos y sintéticos, enfoquémonos «únicamente» en los párvulos.
Si el bautismo, como dice San Pedro, es para el perdón de los pecados, ¿cómo es que un niño debe ser bautizado si no tiene pecado personal alguno? Esta pregunta parte de un falso supuesto en donde solo existe el pecado personal. Sin embargo, hay una realidad compartida por las tres principales corrientes cristianas: el hombre hereda el pecado de Adán por descendencia. Los niños son partícipes de este pecado; y como cualquier otro pecado éste debe ser limpiado.
La práctica de bautizar a los párvulos está atestiguada desde el siglo II d. C., donde los mismos, al no poseer la capacidad intelectiva para creer, eran bautizados por la fe de la Iglesia, que era representada por los padres y los padrinos, quienes serían los encargados de darles instrucción catequética fundamental, a fin de que una vez alcancen la edad adulta, decidan libremente si interiorizar en la fe cristiana. Santo Tomás de Aquino pone una buena analogía sobre el bautismo infantil por la fe de la Iglesia:
Como los niños cuando están en el útero materno no se alimentan por sí mismos, sino que se nutren del sustento de la madre, así también los niños, que no tienen uso de razón y que están como en el útero de la madre Iglesia, no reciben la salvación de ellos mismos, sino de la Iglesia.6
La práctica del bautismo infantil es una resolución empírica a las objeciones con las que se ha enfrentado la Iglesia Católica por mucho tiempo. No son la fe o las obras las que, en primera instancia, producen la justificación: sino la gracia de Dios. El bautismo de los niños es posible a causa de la primacía de la gracia divina sobre el acto de la fe personal. El pelagianismo redujo el cristianismo a una dimensión ascética donde los actos volitivos del alma, manifestados en el cuerpo, eran lo que justificaban al hombre; pero la fe ortodoxa, la de la Iglesia Católica Romana, destacó el predominio de la gracia sacramental.
- El mérito
La teología de la meritoriedad está vinculada al aumento de justificación de los cristianos y a la salvación final (de la cual hablaremos más adelante). Podemos hablar de este aumento de justificación como «efusión de gracia santificante», la cual se otorga como una recompensa a nuestras buenas acciones.
Las Escrituras insisten en que el hombre será juzgado conforme a sus obras (Mt. 16:27; Rom. 2:6; 2 Cor. 5:10; etc.). En el día del juicio individual la obra de cada uno será probada (1 Cor. 3:13) y en el juicio final constituirán un criterio esencial para el mismo. Sin embargo, las recompensas de los justos no se dan en el sentido de un derecho estricto. El catecismo hace una diferencia entre el mérito como retribución debida por parte de una sociedad a la acción de una obra buena o mala que merece recompensa o sanción, y el que es dado de Dios al hombre. Aquí, siguiendo a la tradición cristiana, se insiste en que «entre Dios y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador» (CIC 2007). De este modo, continúa diciendo: «El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia» (CIC 2008). El numeral 2007 parece tomar prestado el pensamiento del Aquinate, donde éste menciona que la justicia estricta (es decir, el pago retributivo por una buena obra) no se da más que en aquellos que son estrictamente iguales. Entre Dios y el hombre hay una desigualdad infinita; por lo que el hombre no puede merecer de Dios sino aquello que es proporcional a su modo de obrar (y en este caso, impulsado por la gracia de Dios, como veremos a continuación).
Las obras del hombre no son meritorias porque éste las haya creado con un orden sobrenatural a tal grado de merecer una retribución por parte de Dios. Muy por el contrario, el hombre se encuentra insuficiente para pagar por su pecado y salvarse a sí mismo —de otra manera, los méritos de Cristo serían inútiles—. El teólogo católico Matthias Scheeben escribe que «la Encarnación, o el mérito de Cristo previsto por Dios a partir de ella, es de hecho el fundamento de todas las gracias, a través del cual cualquier mérito sobrenatural por parte de los seres humanos se hace posible en Él en primer lugar»7. Este pensamiento es coherente con las Escrituras mismas, donde se dice que quien nos hace aptos para toda buena obra es la sangre de Cristo (Heb. 13:20-21); y el mismo Cristo hace una alegoría interesante: «Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí y yo en él, éste lleva mucho fruto» (Jn. 15:5). Pero con esto no debemos pensar que la teología católica se refiere a que Dios esté obligado a aumentar nuestra justificación (o santificación) en virtud de nuestros méritos, como si de un salario se tratase. El padre de la Iglesia, Hilario de Poitiers, escribió al respecto:
El pago no es lo mismo que un regalo porque se debe por el trabajo realizado, mientras que Dios ha concedido gratuitamente su gracia a todos por la justificación de la fe.8
Las obras del hombre no son simples obras humanas. Si así fueran, no merecerían nada de parte de Dios; como dijo Isaías: «como trapos de inmundicia son todas nuestras obras de justicia» (64:6). La ordenación divina previamente establecida para que nuestras obras sean meritorias se conoce como «la gracia actual». Anteriormente dijimos que las obras meritorias poseen un carácter sobrenatural. El reconocido, y recordado, apologista católico inglés, Hillaire Belloc, lo explica de la siguiente manera:
La gracia actual se llama así porque nos es dada para que hagamos buenas obras. Es un socorro sobrenatural e interior que Dios nos da para que practiquemos obras de salvación.9
Por lo tanto, no son nuestras obras de carácter únicamente personal las que son meritorias; sino las obras de carácter sobrenatural (es decir, motivadas por la acción de la gracia divina) hechas por la libre voluntad humana.
- Salvación final.
Por último, pero no menos importante, tenemos la etapa final de nuestra salvación. Las recompensas por nuestras obras fluyen en virtud de nuestros méritos. La doctrina bíblica de la recompensa está fielmente atestiguada en las Escrituras. El pasaje más claro al respecto creo que es Mateo 25:31-46, donde el Señor Jesús dice:
Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.» Entonces los justos le responderán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?» Y el Rey les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.» Entonces dirá también a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis.» Entonces dirán también éstos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?» Y él entonces les responderá: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo.» E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.
Nótese que aquí el Señor ni siquiera menciona la fe; se toma en cuenta de forma tácita ya que se habla en un contexto donde los interlocutores de Cristo son creyentes. Una vez presupuesta la fe, el Señor pasa a examinar las obras de estos, y la recompensa es dada conforme a las mismas. Los creyentes que hicieron obras de justicia son retribuidos con la vida eterna; mientras que los otros son malditos en virtud de su desobediencia y, por ende, echados al infierno.
Otro pasaje igual de claro es Apocalipsis 22:12, cuando el Señor, después en el final de los tiempos, hace una advertencia a los receptores de la presente revelación: «Mira que vengo pronto y traigo mi recompensa (Gr. misdsós) conmigo para pagar a cada uno según su trabajo (Gr. érgon)». Cesáreo de Arlés dijo sobre este versículo que «los que no guardan los mandamientos no entran por las puertas [de la salvación] sino por otra parte, para estos el libro de la vida está sellado»10. Esto parece ser lo que quiso decir Jesús cuando aquel hombre salió al encuentro preguntándole: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Esta pregunta tenía un fin escatológico; el hombre estaba preocupado por su destino final. El Señor le responde con la misma perspectiva: «Ya sabes los mandamientos…» (Mc. 10:17-19). La respuesta de Cristo es coherente con toda su predicación; tanto con sus parábolas donde la intención es redargüir a los creyentes sobre la necesidad de las buenas obras; como con sus advertencias finales, ya antes vistas, donde exhorta a permanecer en buenas acciones. Por supuesto, la fe es importante, y es a través de ella que comenzamos nuestra comunión con el Padre. Sin embargo, como se ha demostrado, las obras son necesarias para la salvación del ser humano.
¡Dichosos los que laven sus vestiduras, así podrán disponer del árbol de la Vida y entrarán por las puertas en la Ciudad! (Ap. 22:14).
Referencias.
[1] Debo hacer dos aclaraciones aquí. Primero, aunque en teoría los Padres del Concilio de Trento (PCT) tuvieron reflexiones equivocadas sobre las ideas de Lutero y sus semejantes, las condenas de Trento no mencionaban explícitamente las doctrinas protestantes; por lo que, aun cuando estas condenas no son aplicables a ellos, se sigue manteniendo la veracidad de las mismas.
En segundo lugar, la opinión de que los PCT malinterpretaron la doctrina protestante de la justificación no es un hipótesis personal, sino que es compartida por varios teólogos católicos.
[3] Ott, L. (1966). Manual de teología dogmática. Barcelona: HERDER. p. 356.
[4] Tomás de Aquino, S. T. p. I-IIae, c. 113. a. 3. ad.
[5] Ibíd. resp.
[6] Ibíd. ad. 1
[7] Scheeben, J. (2020). Handbook of Catholic Dogmatics: Book Five: Soteriology. Ohio: Emmaus Academic. c. {528}.
[8] Hilario de Poitiers, comentario sobre Mateo. Citado de D.H. Williams, The Fathers of the Church: St. Hilary of Poitiers. USA: The Catholic University American Press. p. 212.
[9] Hillaire, B. (2016). La religión Demostrada: Los fundamentos de la fe católica ante la razón y la ciencia. México: Grupo Editorial Éxodo. p. 570.
[10] Romero, E. (1994) Biblioteca Patrística: Cesáreo de Arlés: Comentario al Apocalipsis. Madrid: Editorial Ciudad Nueva. p. 155.