El alma fiel: “Según veo, Señor, Dios mío, necesito mucha paciencia, porque en esta vida hay muchas contrariedades. En efecto, de cualquier modo que arregle mis cosas para durar en paz, no puede mi vida librarse de guerra y dolor”.
Imitación de Cristo, Libro III, capítulo XII, 1 y 2.
Cristo: “Así es, efectivamente, hijo. Pero no quiero que busques paz sin tentaciones o pena de adversidades. Yo quiero que consideres haber hallado la paz aun en el caso de sufrir muchas tribulaciones, y de verte sometido a la prueba de muchas contrariedades”.
Somos conscientes de que la vida del cristiano es un constante regreso a casa. Somos hijos pródigos: todos los días, cada día. Con nuestros pecados herimos la caridad, ofendemos al Espíritu Santo y aunque no siempre rompemos la amistad con Dios, casi siempre rompemos con nuestra paz interior.
Precisamente porque somos hijos pródigos, como nos ha descrito nuestro Señor (Lc. 15:11-32), es que no debemos titubear a volver a nuestro Padre cada que caigamos. ¿Por qué dudamos tanto?, ¿porque nuestro pecado es tan grave que creemos que no seremos perdonados por Dios? Tan solo hay que recordar la historia bíblica, ¿acaso Dios no ha perdonado pecados más graves que los tuyos? ¡Y no solo eso! Ha levantado a grandes santos muy a pesar de sus pecados: David el adúltero, Salomón el idólatra y polígamo, San Pablo el asesino, San Pedro el traicionero. ¿Crees que el Señor es tan tacaño para no repartir su misericordia a un siervo más?
Cuando reflexionamos esto, sabemos que el problema no está en Dios, nunca está en él, sino en nosotros. Pero no en el pecado que cometimos, sino en nuestra desconfianza; en nuestra comprensión desfigurada de la gracia divina. ¿Entendemos que estamos en una guerra constante? Nuestra carne, el mundo y el mismo demonio no piensan darnos tregua. ¿Qué harás al respecto? La guerra no se pierde hasta que llegamos a la muerte y nuestra alma es condenada por nuestros pecados no confesados. Mientras estamos vivos, la esperanza sigue, porque seguimos siendo sujetos pasivos de la gracia de Dios. Sin embargo, ¿qué necesitas para perseverar en esta lucha? Así es: paciencia.
No esperemos que nuestro peregrinaje sea sereno. Todo lo contrario: será turbulento. Pero tal turbulencia es menos que nada para nuestro Capitán. Recordemos ese relato de Mateo 8:23-27: Jesús estaba durmiendo mientras que en el mar se desataba una terrible tempestad; tan grande que las olas cubrían la barca. Los discípulos que le acompañaban le despertaron rápidamente: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (¿te suenan esas palabras?). La respuesta de Jesús es atrevida: «¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?». Seguidamente, Cristo increpa a los vientos y el mar y detiene la tempestad, por lo que los discípulos se preguntaban admirados: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?».
La barca aquí descrita comúnmente se ve como la Iglesia misma. Como cuerpo de Cristo compartimos sus sufrimientos, y a veces estos sufrimientos nos doblegan. Creemos, como los apóstoles, que incluso Cristo duerme ante nuestras dificultades y pecados. Pero el relato de Mateo demuestra todo lo contrario: incluso cuando Cristo parece estar dormido, él está al pendiente de las tempestades, por eso nos dice: «¿por qué te asustas, hombre de poca fe?, ¿te has olvidado de quién soy?». Los apóstoles lo ignoraban, incluso cuestionaban su identidad.
Por supuesto, para ver a Cristo calmando nuestra tempestad tenemos dos opciones: 1) acudir a él desesperadamente dominados por el miedo, la incredulidad y la incertidumbre, o 2) acercarnos a él pacientemente, entregando nuestro pecado, dolor y sufrimiento a sus pies. Nuestra segunda opción no es fácil, por supuesto, más sencillo es dejarnos impulsar por nuestras pasiones desordenadas y reclamar a Dios como niños berrinchudos. Pero las Escrituras nos enseñan un enfoque muy distinto de lo que significa ser siervos fieles de Cristo.
Una forma práctica para ejercitar la paciencia y la perseverancia es la meditación. Meditar en el amor de Dios, en su misericordia y su disposición constante a perdonarnos, configurará nuestra comprensión de la gracia divina, lo que a su vez nos ayudará a que en tales tempestades no caigamos en la desesperación. (Aquí hay una guía bastante práctica para meditadores principiantes https://reverentcatholicmass.com/blog/essential-guide-catholic-meditation).
Otra manera es la lectura de libros espirituales, principalmente de las Sagradas Escrituras. En la biblia encontramos múltiples ejemplos de hombres que fueron muy pacientes en medio de muchos problemas, tanto de guerras, hambrunas, traiciones, etc. Los libros espirituales, por su parte, suelen comentar de forma devocional y práctica estos acontecimientos, proporcionándonos una guía igualmente práctica para poner en marcha estas virtudes en nuestras propias vidas. Asimismo, nos invita a reflexionar profundamente en lo que Dios ha hecho en la historia de su pueblo, lo que está por demás decir que traerá un beneficio exquisito en nuestra espiritualidad.
A esto puedes añadirle el escuchar sermones. Personalmente, creo que son muy edificantes los sermones del Padre Roberto Sipols de «La Voz de Jesús» y los de Fray Nelson Medina. El Padre Sipols es de hablar más que nada al corazón, pero Fray Nelson es de hablar al corazón y al intelecto. Ambos son sumamente inteligentes y sus homilías están llenas del amor del Espíritu Santo.
Por último, te sugiero rezar esta oración del Padre Lorenzo Scupoli, todos los días, sea en la mañana o por la noche. Lo importante es que cada que lo hagas la medites, la sientas, la hagas tuya. Recuerda que nuestro objetivo es ejercitar la paciencia, someternos a la amorosa voluntad de Dios y pedirle el don de la perseverancia:
Tienes razón, Señor mío, al reprobarme por mis pecados; pero yo tengo una razón más grande, la de confiar en tu misericordia para que me perdones. Te pido la salvación de esta pobre criatura, condenada por mi malicia, pero redimida por el precio de tu sangre. Redentor mío, me quiero salvar para darte gloria y, confiando en tu infinita misericordia, me abandono completamente en tus manos. Haz de mí cuanto te agrade, porque tú eres mi único Señor y en ti pongo toda mi esperanza.
El Combate Espiritual, capítulo LVI.
No temas: el que empezó la buena obra, ciertamente la acabará.