La comunión de los santos es una doctrina vital del catolicismo; aparece en el credo ecuménico de los apóstoles. El Catecismo de la Iglesia Católica dice que «la comunión de los santos es precisamente la Iglesia»1. Note, pues, que con «Iglesia», el Catecismo no se refiere solo a la Iglesia militante, sino a la Iglesia como un todo: militante, purgante y triunfante. Es decir, tanto la comunidad de los santos que vive aún en la tierra, como los que han partido a la patria celestial.
Quizás lo controvertido en este enfoque sea únicamente el concepto de «iglesia purgante», para el protestante, aunque este no está estrictamente ligado a la comunión de los santos (puede existir la comunión de los santos incluso si el purgatorio no existe). Pero hay algunas cuestiones circundantes que han moldeado la comprensión histórica del cristianismo acerca de la comunión de los santos.
El sociólogo luterano, Peter Berger, comentando acerca de los diversos medios de gracia de los cuales se beneficia el católico —entre los cuales está la intercesión de los santos—, dijo que «el protestantismo abolió la mayoría de estas mediaciones. Rompió la continuidad, cortó el cordón umbilical entre el cielo y la tierra»2. Esa cláusula final es importante. ¿Por qué a la mayoría de protestantes les cuesta aceptar que existe una comunión real y comunicativa entre la Iglesia celestial y la Iglesia terrena?, ¿es tan insatisfactoriamente bíblica la comprensión católica de la comunión de los santos, y tan penosamente aborrecible, al menos entre el fundamentalismo, que no puede ser incluida entre sus creencias? Bueno, no fue así para, al menos, el protestantismo histórico. Aunque hay algunas otras variantes de la comprensión católica de este artículo del Credo que todavía son muy controvertidas para ellos.
Antes que nada, permítame presentar una defensa bíblica de la intercesión de los santos. Debemos ser condescendientes con aquellos que no creen esta doctrina por más que este rechazo sea sumamente innovador incluso en las filas del protestantismo. Aclaro que cuando hablo de una «defensa bíblica» me refiero a tres cosas: 1) mi metodología no es usar uno o dos textos sueltos de las Escrituras que iluestren perfectamente la doctrina; 2) intentaré probar que la doctrina es consistente y que, al menos, puede verse implícitamente en la biblia y 3) habrá respuesta a algunas objeciones evidentes (¡aunque no a todas las que existen!).
La biblia enseña que todos somos un mismo cuerpo
El apóstol San Pablo, dijo en 1 Corintios 12:20: «Los miembros son muchos, pero uno solo el cuerpo». Esta noción de «unidad mística» está presente en casi todas sus cartas, pero específicamente este versículo parece haber tenido sus raíces en la filosofía griega. Como comenta Fitzmyer: «La concisión de su expresión, polla men mele, hen de sóma, sugiere que Pablo está citando un proverbio, que se formula como el problema filosófico griego de «lo Uno y lo Múltiple»»[3]. La importancia para este proverbio es tal que, consecuentemente, la ruptura del mismo o una proposición contraria al tal, era condenable. En el versículo siguiente Pablo dice: «Y no puede el ojo decir a la mano: no tengo necesidad de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: No te necesito».
Fitzmyer ve en la descripción de los órganos, por parte de Pablo, una personificación de la «jerarquía» eclesiástica. Pero menciona algo importante después:
Los órganos más importantes del cuerpo se personifican y mencionan en primer lugar, pero a pesar de su importancia no son autosuficientes o independientes; dependen de órganos que podrían parecer menos importantes.4
Aunque no creo que Fitzmyer, ni Pablo, tuvieran en cuenta en esta frase a la Iglesia celestial como la aparentemente «menos importante», creo que es una lección para muchos cristianos que subestiman a los que ya partieron a la patria celestial y simplemente los «arrancan» de la comunión. Aparentemente, estos cristianos fallecidos parten a una comunión mayor con Dios, pero como dice el ya citado Berger, rompiendo con el cordón umbilical que los unía a la iglesia peregrina. Karl Keating escribe:
El principal problema de los fundamentalistas al aceptar que los santos pueden escuchar las oraciones es que sus nociones del cielo y del más allá se atenúan. Para muchos de ellos, la otra vida no es una vida en absoluto.5
Y en efecto, si la otra vida no es realmente una vida, no puede haber comunión en absoluto. En Marcos 12:26-27, Cristo dice: «¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo habló Dios, diciendo: Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac; y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos. Muy errados andáis». Sin este principio, Pablo no pudo haber establecido su teología sobre unidad mística del cuerpo de Cristo. Él no pudo haber enseñado que los cristianos de la otra vida no tienen una unidad con la cabeza, que es Cristo, mientras que la iglesia terrena, a quien dirigió sus cartas, sí la tiene. Eso fragmentaría la unidad que Cristo deseaba para los cristianos (Juan 17:21) y sería contradictorio con su dicho de que «ni la muerte… podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Romanos 8:38-39 ). Este amor no es otro que la unidad mística con él, lo que implica la unidad con su cuerpo, que es la Iglesia.
La oración los unos por los otros es bíblica
En Romanos 15:30, San Pablo escribe: «Os suplico, hermanos, por Nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que luchéis juntamente conmigo, rogando [proseujé] a Dios por mí». También en Juan 17:9, Jesús dice: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos». Igualmente Cristo, en Lucas 22:32 le dice a Pedro: «pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca». Por otra parte, incluso Jesús tácitamente acepta la necesidad de las oraciones de otras personas para el bien de uno (Mateo 17:1-3; Lucas 22:39-46). Loraine Boettner, en su tan conocida obra contra el catolicismo, admite que la mediación humana entre Dios y los hombres no es intrínsecamente pecaminosa. Cuando habla acerca del oficio sacerdotal del Antiguo Testamento, escribe:
El sacerdote fue designado para representar al pueblo ante Dios, ofrecer sacrificios por ellos e interceder ante Dios por ellos. […] La idea esencial de un sacerdote es la de un mediador entre Dios y el hombre.6
Sin embargo, muchos protestantes no creen que esto sugiera que los santos en el cielo puedan hacer esto mismo por nosotros. En este punto, un evangélico podría admitir que la intercesión de los unos por los otros es una práctica genuinamente cristiana, pero que no se sigue necesariamente que los santos en el cielo pueden ejercer tal práctica. Eso me lleva a otro punto.
La caridad permanece
En 1 Corintios 13:8, San Pablo dice: «La caridad nunca acaba». Versículos antes dice que «la caridad es amable» (V. 4). Por supuesto, un acto de caridad —o de amor, depende la traducción con la que esté familiarizado— es la de orar los unos por los otros. Si los santos en el cielo llegan a un estado de caridad/amor perfecto, sería irrazonable suponer que éstos no tienen la intención de orar por los cristianos que están en el peregrinaje hacia la patria celestial: con todas sus batallas espirituales y físicas. En este sentido, tomando en cuenta lo que dice Pablo, creo que es un corolario asumir que los santos en el cielo pueden orar por nosotros; y no sólo pueden, sino que deben hacerlo motivados por la caridad perfeccionada a la que llegaron. Según explica la Dr. Patricia Sullivan, basándose en los estudios de Rahner,
En Cristo, todos están unidos en el amor y, puesto que cada uno es responsable de todos, los santos interceden no como intermediarios sino como prójimos transformados por la gracia de Dios, modelos creadores de santidad en la historia irrepetible de la apropiación de la gracia de Dios y de la participación en la santidad de Dios de la Iglesia.7
Esto más que despertar objeciones, genera dudas: ¿hay alguna prueba bíblica de algún santo intercediendo por los cristianos de la tierra, más allá de un razonamiento inductivo a partir de 1 Corintios 13?, ¿qué pasa con los textos que dicen que los que murieron están «durmiendo» o, mejor (o peor) aún, que nada saben y que su amor a muerto ya (Eclesiastés 9:5)?, ¿de ahí se sigue necesariamente que estos santos pueden escuchar nuestras oraciones, las de miles de personas, y que debemos invocarlos?
En primer lugar, Eclesiastés 9:5 tomado literalmente es un problema incluso para la doctrina protestante de que los que mueren en Cristo llegan a la caridad perfecta. En el versículo siguiente, el autor dice que «también se perdieron sus [el de los muertos] amores, odios, envidias, y ya nunca tendrán parte en nada de lo que se hace bajo el sol» (v. 6). Está de más decir lo conflictivo que es esto con la enseñanza de Pablo de que el amor «nunca pasa» y la enseñanza ortodoxa del infierno y cómo el odio perdura en las almas condenadas, ambas doctrinas sugieren a su vez la inmortalidad del alma. Pero aquí no estamos sugiriendo una contradicción más allá de lo aparente, con el Nuevo Testamento.
Comúnmente, los escritos de carácter proverbial o poético suelen ser complicados para establecer una doctrina. El exégeta debe ser cuidadoso ahí, dado que hay un montón de juegos retóricos en la literatura sapiencial. Sobre todo, destaca el uso literario de las hipérboles.
Eclesiastés es un libro que trata sobre el valor relativo del mundo y las limitaciones de la razón humana. Para el autor, es imposible que el hombre desvele el misterio antropológico si Cristo no concede esa revelación (recuerde la profusa esperanza mesiánica de los autores veterotestamentarios). Esta es una interpretación probable tomando en cuenta el género del libro: que el autor utilizó la exageración para que, como hace en los versículos siguientes, darle más fuerza a la invitación a sus lectores de que «todo lo que esté al alcance de sus manos, háganlo con todas sus fuerzas».
Sin embargo, hay otra interpretación probable y creo que más consistente. Como menciona el apologista católico José Miguel Arráiz, «la revelación divina ha sido progresiva» y «de esta manera, es fácil comprender que el autor no pone en tela de juicio la inmortalidad del alma y la retribución futura, sino que las ignora, y por eso compara la condición de los vivos con la de los muertos conforme a sus concepciones respecto del Seol»8. Esto es similar a la doctrina de la Trinidad. Probablemente, los judíos eran estrictamente monoteístas en sentido numérico (es decir, unitarios) al menos hasta cierta etapa de la revelación. Que una doctrina haya permanecido oculta por un lapso de tiempo, no implica que sea falsa, no necesariamente, dado que siempre pueden haber vestigios o eslabones sueltos que ayudarán a comprender el misterio de Dios de forma más apropiada.
El ejercicio de intercesión santa por parte de los muertos
El rechazo de la intercesión de los santos supone habitualmente tres cosas: 1) los santos están literalmente «dormidos» en Cristo, 2) ellos no tienen consciencia de los acontecimientos terrenales y 3) ellos no pueden escuchar nuestras oraciones.
Ya probamos a partir de un razonamiento inductivo que 1 Corintios 13 y los evangelios sugieren que los que mueren en Cristo no están simplemente dormidos, sino que deberían estar activamente prestando sus oraciones a nuestro favor. Pero hay más textos que prueban esta hipótesis.
En Apocalipsis 6 se narra cómo Cristo abre los seis primeros sellos y la visión de los cuatro jinetes. Cuando avanzamos al versículo 9, San Juan dice: «Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del altar a las almas de los inmolados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron». La descripción de Juan encaja con la de los cristianos que fueron martirizados —probablemente por Neron—, ¿qué dice Juan de estos mártires?, ¿que estaban en un estado de reposo, es decir, dormidos? Todo lo contrario. Él continúa: «Clamaron con gran voz: ¡Señor Santo y veraz!, ¿para cuándo dejas el hacer justicia y vengar nuestra sangre contra los habitantes de la tierra?» (v. 10).
Este texto sugiere dos cosas: 1) la dormición del alma, entendida como la inconsciencia de los que han fallecido, es evidentemente falsa. Y 2) los santos del cielo son conscientes de los sucesos terrenales. Comentando sobre este versículo, el erudito protestante Samuel Millos dice que «la enseñanza de que el alma de los que mueren, entre ellos los salvos, permanece inconsciente en el sepulcro juntamente con el cuerpo en un descanso hasta la resurrección, carece de base bíblica»9.
Esta visión del texto joánico toma más fuerza cuando consideramos Hebreos 11 y 12. En el capítulo 11, el autor considera a varios ejemplos de fe del Antiguo Testamento, esta consideración lo lleva a que en el capítulo 12 verso 1 concluya que:
Por consiguiente, también nosotros, que estamos rodeados de una nube tan grande de testigos, sacudámonos todo lastre y el pecado que nos asedia, y continuemos corriendo con perseverancia la carrera emprendida.
¿Quién es esta gran nube de testigos? Por supuesto, los testigos de la fe que preceden en el capítulo 11. Aunque algunos ceden ante nuestro reclamo de que esta nube se refiere a los testigos de fe del Antiguo Testamento, dicen que estos testigos lo son por su fe en Dios y el Cristo esperado. O que simplemente son testigos de cómo debemos llevar una vida de fe.
Aunque ambas proposiciones son ciertas en sí mismas, como menciona Trent Horn «estas interpretaciones descuidan las imágenes raciales que está usando el autor de los hebreos»10. Nótese que el texto habla de una «carrera emprendida» de la cual somos partícipes. En una carrera, los corredores no son los espectadores, sino los que están en las tribunas. Si la intención del autor de los Hebreos hubiera sido que en nuestra carrera viéramos a esta «grande nube de testigos» como ejemplo de fe para sacudir el lastre y el pecado, los hubiera puesto como la meta, y no como espectadores. En su lugar, en esta carrera, Cristo es la meta, pues el autor dice «fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe» (v. 2). Con esto no quiero decir que el autor pretende que descuidemos el testimonio de los padres veterotestamentarios (en ese caso, la extensa descripción del capítulo 11 no habría valido la pena), sino que esta imaginería, tales testigos pasan a ser espectadores en lugar de ejemplos. Como dice el difunto profesor de griego, Gerald F. Hawthorne: «Los numerosos héroes de la fe enumerados en el capítulo 11 se convierten para el escritor en un anfiteatro de espectadores que animan al corredor cristiano hacia la meta»11 12.
También Jerry Walls y Kenneth Collins ven en este fragmento (e incluso en Apocalipsis 6:10) un respaldo para lo que es la intercesión de los santos. Ellos dicen que «no negamos que María o cualquiera de los santos en gloria continúen ofreciendo sus oraciones y súplicas al Altísimo en nombre de la Iglesia militante»13, pero, continúan,
No obstante, en aras de la claridad, es necesario hacer otras dos distinciones sobre este tema. En primer lugar, una cosa es que los santos del cielo, María incluida, ejerzan su libertad y recen por la Iglesia militante. […] Sin embargo, otra cosa muy distinta es que la Iglesia militante rece directamente a la Iglesia triunfante, como si los que están en la tierra conocieran con certeza precisamente a los que están en la gloria.14
Walls y Collins tienen razón: la intercesión de los santos no implica la invocación de los santos. Aunque su objeción aquí no es realmente fuerte (analizaremos lo que escriben más adelante), ilustra lo que muchos otros protestantes (especialmente aquellos con raíces históricas en la reforma) creen. Eso nos lleva al siguiente y último punto.
La invocación de los santos
Quizás lo más difícil de probar en este escrito es este punto. ¿Por qué los católicos oramos a los santos?
Ha quedado establecido que es lícito pedir oraciones a otros hermanos para el beneficio nuestro; probamos que los santos en el cielo no están en un estado de inconsciencia, sino que están activamente orando por nosotros y siendo testigos de los acontecimientos terrenales. Queda una cosa más por hacer para completar este artículo: ¿es lícito orar a los santos?, ¿hay evidencia bíblica para ello?
Apocalipsis 8:3-4 dice que a un ángel se le entregaron «muchos perfumes para que los ofreciera, con las oraciones de todos los santos», «y ascendió el humo de los perfumes, con las oraciones de los santos, desde la mano del ángel hasta la presencia de Dios». Aquí vemos un tipo de mediación: un ángel entregando las oraciones a la presencia de Dios. Esto no significa que Dios no conozca nuestras oraciones, sino que, como dice Santo Tomás de Aquino, «por sus preces y sus méritos, nuestras oraciones obtengan el efecto deseado»15. Santiago 5:16 dice que «la oración fervorosa del justo puede mucho», por lo que la interpretación tomista es esencialmente bíblica.
Sin embargo, ¿cómo sabemos que este ángel, por ejemplo, escuchó las oraciones de los santos?, ¿no podríamos simplemente suponer que el ángel llevó tales oraciones a la presencia de Dios por la intercesión inherente a la caridad del mismo ángel? Se podría decir, ciertamente, pero hay algunas cosas que no deben pasarse por alto.
Primero, note que el libro dice que el ángel llevó las oraciones de los santos a la presencia de Dios; no sus propias oraciones. En segundo lugar, parece que estas oraciones no iban dirigidas a Dios en primera instancia, sino a alguien más, ya que usando esta imaginería judía, se le muestra a Juan que tales oraciones son trasladadas por alguien. Esto es parecido a las peticiones que hacemos a la iglesia militante: cuando solicitamos sus oraciones, ellos actúan como el ángel llevando nuestras oraciones a la presencia de Dios, aunque de manera menos perfecta.
Otra prueba de que los santos están realmente interesados en los asuntos terrenales y que pretenden tener todavía una relación fraterna con los hombres, se encuentra en el evangelio de Mateo 17:1-3:
Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, Santiago y a Juan su hermano, y los condujo a un monte alto, a ellos solos. Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él.
Independientemente de las interpretaciones de la visión —como que Moisés y Elías representan todo el Antiguo Testamento y su cumplimiento es en Cristo— note la siguiente reacción de Pedro: «Señor, qué bien que estamos aquí; si quiere haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (v. 4). La reacción del apóstol no era la de ver un fantasma, un demonio disfrazado o cualquier otra interpretación que algún fundamentalista hubiera tenido (como muchos lo hacen en relación a la aparición de Samuel después de muerto, en el Antiguo Testamento). Él parece haber estado familiarizado con la cuestión de los santos y sus apariciones. En la literatura judía que los protestantes rechazan como inspirada, se enseña que Judas Macabeo vio como Onías, un sacerdote difunto, oraba por todo el cuerpo de los judíos. Seguidamente, presenta a Judas un profeta, Jeremías, el cual según Onías «ora mucho por el pueblo y la ciudad santa» (2 Macabeos 15:13-14).
Tenemos que los santos parecen estar preocupados por nuestro bienestar; que interactúan con el hombre y oran por ellos. ¿Qué de esto nos permite invocarlos?, ¿no se podría decir que, aunque esto les es lícito a ellos, no nos es lícito a los hombres físicamente vivos?
El tema de la invocación de los santos no puede ser completamente dilucidado por las Escrituras. Tanto la liturgia como la tradición patrística y medieval son fuertes eslabones de esta práctica. La fe en que los santos pueden oírnos y responder nuestras oraciones forma parte del magisterio ordinario de la Iglesia, aunque no sea una obligación para los creyentes el acudir a la intercesión de los difuntos. Un ejemplo de algo parecido ocurre con la famosa «oración del pecador» que se hace en la mayoría de comunidades evangélicas no representativas. Aunque esta oración es 100% extrabíblica, para los evangélicos es lícita hacerla debido a que es consistente con la misma Escritura.
También la práctica de orar al Espíritu Santo no aparece en ningún lado de las Escrituras, pero es lógico pensar que, debido a que es igualmente Dios, comparte las mismas prerrogativas que el Padre y el Hijo, incluyendo la capacidad de oír y contestar oraciones.
Ahora bien, considere lo que dice 1 Pedro 2:15-16:
Porque esta es la voluntad de Dios: que haciendo el bien hagáis enmudecer la ignorancia de los insensatos: como hombres libres y no como quienes convierten la libertad en pretexto para pecar.
Y también Gálatas 5:13:
Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos unos a otros por amor.
El principio de ambos pasajes es este: el cristiano puede hacer cualquier cosa en virtud de su voluntad, siempre y cuando tales acciones no sean intrínsecamente pecaminosas. Dado el caso acumulativo que he presentado, parece que la práctica de invocar a los santos no es intrínsecamente pecaminosa, al menos eso es lo que defenderé, sino todo lo contrario: es algo bueno, porque la oración del justo puede mucho, y los que están muertos en Cristo tienen una caridad perfeccionada.
Como católicos, hacemos uso de esta libertad expresada por los apóstoles y, en nuestra opinión, la invocación de los santos no es, al menos inherentemente, un «pretexto para la carne», como dice Pablo, o un «pretexto para pecar», como dice Pedro. Por lo tanto, bajo este principio, es el protestante el que tiene la carga de la prueba si su propósito es privar a los cristianos de orar lícitamente a los santos. Por supuesto, ellos no deben probar que tal práctica es necesariamente pecaminosa, pero deben hacerlo si creen que lo es. De lo contrario, si su punto es que solamente es falsa, a lo mucho podría llegar a tal conclusión sin privar a los demás de su libertad para ejercer la misma.
Algunas objeciones a la invocación de los santos
En 2017, como conmemoración a los 500 años de la reforma protestante, Kenneth Collins y Jerry Walls lanzaron un libro, el cual ya hemos citado, donde analizan la doctrina católica a la luz de la teología protestante. Es un libro realmente fantástico dado el empobrecimiento de la apologética protestante surgida desde James R. White, y dada la capacidad intelectual de los autores, por supuesto. Es un libro que recomiendo mucho leer para tener un panorama de las mejores objeciones protestantes al catolicismo, resumidas en un libro.
Desgraciadamente no todo podía ser color de rosas. Cuando los autores tocan el tema de la invocación de los santos, generan dudas sobre la erudición del libro. Incluso pasan por alto ciertas obviedades que, al considerarlas, podrían evitarse objeciones realmente simples.
La primera objeción de los autores es decir que la iglesia militante no puede conocer quiénes están en el cielo (lo cual es curioso, ya que seguidamente dice sobre María que «cuya eterna santidad para nosotros está fuera de toda duda»). Para ello, citan Romanos 10:6-7:
Pero la justicia que viene de la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? —esto es, para bajar a Cristo—; o, ¿quién bajará al abismo? —esto es, para subir a Cristo de entre los muertos—.
Ambos dicen que, debido a la incertidumbre de no saber quiénes están en el cielo, el problema de la hipocresía y el engaño es muy real. Y concluyen:
Al final, sólo Dios conoce el corazón humano. Así pues, al carecer de omnisciencia, característica que sólo corresponde a Dios, los fieles de la tierra pueden equivocarse al nombrar a los santos. Curiosamente, uno puede incluso encontrarse rezando a los condenados.16
El problema con esta crítica es que podría volverse en su propia contra. Si el criterio de omnisciencia es necesario para tener certeza sobre algo como quiénes están en el cielo, no veo por qué no requerirla en algo como, por ejemplo, el canon de las Escrituras. Podríamos decir que solo Dios conoce qué libros son inspirados, y que debido a ello, nosotros no podemos tener ese conocimiento. La lógica del argumento hace a Dios bastante egoísta: dado que hay algo que solo él conoce, no podemos conocerlo nosotros. Pero la historia del cristianismo nos muestra que hay cosas que solo Dios conoce y luego las comparte con los seres humanos (¡como su propio nombre [Ex. 3:14]!).
Es verdad que si consideramos la opinión privada de los creyentes respecto a quienes están en el cielo, es muy probable la hipocresía y el engaño (hay muchos ejemplos de falsos santos, como la dichosa “santa” muerte), pero los autores descuidan algo importante aquí: y es que la certeza no se obtiene por la devoción privada de mí o de otro cristiano, sino por las decisiones infalibles del Magisterio de la Iglesia.
El reconocido teólogo dogmático, Michael Schmaus, dice sobre las canonizaciones:
Actualmente es también doctrina común de los teólogos que la Iglesia es infalible en la canonización de santos, es decir, en el juicio definitivo de que un hombre goza de la visión de Dios y puede ser venerado en toda la Iglesia como santo.17
La preocupación de Walls y Collins es totalmente legítima, pero ya fue tomada por la Iglesia hace mucho tiempo (solo para mencionar a algunos, Belarmino, Francisco Suarez y Melchor Cano son algunos que ya lo habían abordado). Claro está que para aceptar esto, primero debe demostrarse que la Iglesia de hecho posee una autoridad para definir infaliblemente algunas cosas. Pero el punto es que los autores se equivocaron en su apreciación al respecto, y los católicos tenemos garantía de no estar rezándole a los condenados gracias a la autoridad docente de nuestro Magisterio.
¿Pero no dice Romanos 10:6-7 que nadie puede conocer quién está en el cielo y quién en el infierno? La respuesta es sí, pero aquí no estamos hablando de una autonomía humana que en virtud de su naturaleza decide o dice quién está y quien no está en el cielo. Hablamos de un Magisterio guiado por el Espíritu Santo, de tal modo que las canonizaciones son, en última instancia, revelaciones divinas que Dios da a través del cuerpo delegado para el servicio de la iglesia.
La segunda objeción es aún más decepcionante. Se dice que incluso con la excepción de saber que María está en el cielo, «es mejor no acercarse a ella como intercesora», ¿la razón? Dicen que por lo que ya había mencionado Calvino en su época, a saber:
Es una opinión común entre ellos, que necesitamos intercesores, porque nosotros mismos somos indignos de aparecer en la presencia de Dios. Al hablar de esta manera, privan a Cristo de su honor.18
Primeramente, parece que Calvino está exponiendo un exceso típico de la época. Habla de católicos que olvidaron que somos «aceptos en el amado» (Efesios 1:6) y que necesariamente ocupan de alguien que interceda por ellos ante Dios. Pero incluso concediendo que esto es un error —ya que uno siempre puede orar directamente a Dios si así lo desea—, no priva a Cristo de ningún honor. Por supuesto, lo privaría si uno hace de lado la intercesión de Cristo porque prefiere la de, por ejemplo, María; pero el hecho en sí de recurrir a intercesores no es inherentemente contradictorio con la honra a Cristo como único mediador (1 Timoteo 2:5).
Walls y Collins tienen razón al decir que «la indignidad de cualquier pecador no debe obstaculizar el camino ni desplazar el papel mediador de gracia y distinción de Cristo», pero se equivocan cuando hace que en virtud del ministerio de Cristo, sus discípulos pierdan la potencia mediadora que de hecho tienen. No hay realmente ninguna contradicción aquí; Walls y Collins simplemente no van a objetar más allá de los excesos de la época de Calvino, y consecuentemente expanden estas objeciones a la práctica más ortodoxa del catolicismo. Eso, creo, es lo que hacen, porque no se molestan nunca en clarificar cómo es una buena devoción a los santos en este sentido según el sistema católico.
Otra objeción tiene que ver con la primera que presentan Walls y Collins: el problema de la omnisciencia. El apologista protestante Matt Slick, comentando acerca de Apocalipsis 5:8-14, escribe lo siguiente:
El hecho de que los que están en el cielo puedan oír las oraciones de los que están en la Tierra no significa que esté bien rezar a los santos. Si ellos pueden oír las oraciones de la gente, es porque Dios se lo concede. Piénsalo bien. ¿Pueden los que están en el cielo oír las oraciones pronunciadas sin hablar?, ¿pueden leer la mente? Sólo Dios conoce todas las cosas, y sólo Dios puede conceder que alguien oiga o sepa cuáles son las oraciones de los que rezan en silencio. No demos a los santos poderes sobrehumanos similares a la omnisciencia.19
Es verdad que para oír nuestras oraciones de alguna forma los santos deben tener un conocimiento superior al nuestro de las cosas. Esto no es de ninguna manera antibíblico. En 1 Corintios 13:12-13, Pablo dice: «Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré cómo soy conocido». Pablo pretende mostrar a los Corintios que la forma de conocimiento acerca de Dios en la actualidad no se compara al porvenir escatológico de conocimiento.
Slick admite que si los santos pueden escuchar las oraciones de la gente, es porque Dios se lo permite. Pero rápidamente empieza a cuestionar que los santos no podrían escuchar oraciones pronunciadas sin hablar o mentales. Esto parece un alegato especial. Yo preguntaría a Slick: si Dios puede permitir que los santos escuchen, en Apocalipsis 5:8-14, las oraciones de la gente en la tierra, ¿por qué no podría permitir que escuchen las oraciones mentales de las personas? Para Slick, suponer esto es dotar a los santos de poderes similares a la omnisciencia, ¿pero por qué no?
La omnisciencia de Dios, si seguimos una teología propia clásica, se identifica con la misma esencia de Dios, de modo que Dios es su propia omnisciencia. No hay partes en Dios. La única forma en que los santos podrían ser omniscientes es por participación; porque Dios les concede las capacidades mentales para conocer lo que Dios quiere que conozcan (como las oraciones de los santos). De ahí no se sigue que los santos sean omniscientes de la manera que Dios lo es; es decir, en esencia. Hay una diferencia entre ser omnisciente por participación y ser omnisciente en esencia. Así, los seres humanos somos perfectos por participación de la gracia divina (Filipenses 1:6; Mateo 5:48; Efesios 4:13), sin que ello implique que lo somos en esencia.
Una última objeción tiene que ver con la nigromancia condenada en el Antiguo Testamento. Norman Geisler y Ralph Mackenzie, hacen eco de esta objeción:
El Antiguo Testamento condena todos los intentos de comunicarse con los muertos junto con otras condenas de la brujería (Deut. 18: 10-12; cf. Lev. 20:6, 27; 1 Sam. 28:5-18; Isa. 8:19-20). Aquellos que violaran este mandato serían ejecutados. En toda la Escritura no hay un solo ejemplo divinamente aprobado de una persona justa orando a un creyente difunto, ni uno solo. De hecho, Saúl fue condenado por su intento de contactar al muerto Samuel (1 Sam. 28; cf. 15:23). Dado el peligro del engaño y la falta de fe que evidencia la práctica de la nigromancia y la idolatría, no es difícil entender el mandato de Dios.20
La nigromancia, según la enciclopedia católica, «es un modo especial de adivinación mediante la invocación de los muertos»21. Está de más decir que esto no es lo que sucede en la devoción católica a los santos. Geisler y MacKenzie se adelantan a esta respuesta y dicen que «Dios prohíbe la comunicación con los muertos sin importar si está asociada con prácticas ocultas. ¡Deuteronomio separa la “adivinación” de uno que “consulta a los muertos” y condena a ambos!»22.
Pero esto no es cierto. La prohibición de consultar a los muertos se encuentra dentro de un contexto específico. Dios le está dando a los israelitas tierras; esas que conquistarían y por lo tanto se asentarían en ellas (Deuteronomio 12:29). En Deuteronomio 18:9, Moisés les dice a los israelitas que «cuando entres en la tierra que el Señor, tu Dios, te da, no imites las abominaciones de esas naciones». Lo que Moisés tiene en mente aquí son las prácticas paganas (incluyendo la invocación de los muertos que condena «separadamente» Moisés en el verso 11). En el versículo 14 dice que «esas naciones a las que vas a expulsar escuchan a augures y adivinos». No era la evocación de los muertos per se lo que condenaba Moisés, sino el fin de tal práctica que, en resumen, era lo que menciona en el verso 14.
Las naciones gentiles no parecen haber invocado a sus muertos pidiéndoles que intercedieran por ellos ante sus dioses, no parece estar eso en el conocimiento de Moisés. En cambio, por el contexto del capítulo 18, su principal preocupación son las prácticas ocultas de tales naciones. Moisés nunca menciona que es ilícito rezar a los santos difuntos; decir eso es pensar más allá de lo que dice las Escrituras incluso en sus implicaciones.
Pero, ¿qué sucede con el caso de Saúl? Este suceso es aún más obvio e ilustra perfectamente el rompimiento de la ley de Moisés. Saúl ya había expulsado a todos los nigromantes (1 Samuel 28:3) pero al ver que el Señor no contestaba sus oraciones (v. 6) le dijo a los siervos que le buscaran una nigromante para consultarla (v. 7). Llegando con ella, le dijo directamente: «Hazme un rito de adivinación evocando a un muerto y haz que aparezca el que yo te diga» (v. 8). No hace falta leer más para saber que la esencia del pecado en este evento es el contexto ocultista, el cual condena explícitamente las Escrituras e incluso la Iglesia Católica23, por si quedaban dudas. Samuel incluso habla aquí proféticamente, no respaldando el poder demoníaco de la ocultista, sino independiente de él. En palabras de Dave Armstrong:
En cualquier caso, apareció debido a un milagro de Dios, no a la magia o hechicería de un médium, y su verdadera profecía de la muerte inminente de Saúl (1 Sam. 28:19) mitiga la interpretación demoníaca, al igual que la reacción atónita del médium (1 Samuel 28:12-13). Y Samuel habla proféticamente tal como lo hizo cuando vivía en la tierra.24
Cuando los católicos nos acercamos a los santos no vamos con la intención de tener conocimientos ocultos. La esencia de la invocación de los santos es la misma que la de pedir oraciones a los vivos: que intercedan a Dios junto a nosotros. Esto no quiere decir que tales santos no puedan revelarnos misterios, de hecho lo hacen, pero siempre es por voluntad de Dios y no por la de un médium, que era lo condenatorio en la teología del Antiguo Testamento (por ello no hubo problema en que a Cristo se le aparecieran Moisés y Elías, o que Dios permitiera que Samuel hablara con Saúl).
Conclusión
Creo que la doctrina de la comunión de los santos se entiende mejor desde un punto de vista tradicional. Cristo quiere a su cuerpo unido, y no hay mejor manera de hacerlo que manteniendo la responsabilidad moral de los creyentes incluso después de que unos parten a la patria celestial. La muerte no puede fragmentar el cuerpo de Cristo porque, como dijo Pablo, «la caridad nunca se acaba».
Santa María, ruega por nosotros.
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