Reflexiones sobre el noviazgo

Estaba escuchando una homilía del P. Nelson Medina sobre las «claves para que el noviazgo sea digno de ese nombre». Casi al inicio del sermón, el padre comenta que «es muy peligroso embarcarse en una relación exclusiva, cariñosa, intensa, que no tenga una perspectiva clara del compromiso»1. El compromiso es la raíz del noviazgo, porque de esta actividad nacen todas las demás virtudes que fortalecerán al noviazgo en última instancia: la relación con Dios, el respeto mutuo, el amor propio y la importancia del sacrificio. 

Esto último es demasiado importante, ya que, generalmente, la visión secular del amor es radicalmente distinta a la comprensión cristiana del mismo. Para el cristiano, el amor no es solo un sentimiento o las «drogas naturales» actuando neuroquímicamente en nosotros. El amor es algo mucho más que eso: el amor es voluntad; el amor es un atributo de Dios con el cual Él mismo se identifica (1 Juan 4:8-16) (aunque no nos compete involucrarnos, ahora, sobre la discusión metafísica de cómo Dios es idéntico a sus propiedades). 

Estoy cansado de ver cómo muchos cristianos se involucran en la dirección de muchos psicólogos para recibir orientación sobre las decisiones que deberían tomar en sus relaciones amorosas, pero pierden casi o completamente el enfoque apropiado del amor. Desde una perspectiva naturalista, que suele, o es, la presuposición metodológica en el campo de la psicología, el concepto del amor es bastante reduccionista. Para ellos, el amor no es más que un cúmulo de drogas naturales (oxitocina, serotonina, dopamina, etc.) las cuales de no ser controladas podrían nublarnos el entendimiento y la sensatez. Aunque es cierto que el amor genera estas actividades biológicas en nuestro cuerpo, y que debemos ser maduros para manejar bien el efecto de estas drogas naturales, el amor no se reduce simplemente a esto. 

En primer lugar, como mencioné entre paréntesis más arriba, para el credo cristiano el amor no es algo contingente. El amor es, de hecho, Dios mismo en esencia; por lo que el amor es. El amor no depende de que existan los seres humanos y ciertos químicos en nuestro cerebro; el amor trasciende la existencia misma porque es Dios mismo. Lo que nosotros experimentamos y practicamos, a lo cual llamamos «amor», es apenas un reflejo imperfecto de Dios el cual nos hizo «a su imagen y semejanza» (Génesis 1:27). 

En segundo lugar, el cristiano no tiene por qué someterse a los estándares arbitrarios que los psicólogos proponen para disfrutar del amor. Sobre todo si el psicólogo tiene una perspectiva naturalista, es peligroso que sigamos al pie de la letra sus consejos porque, en la mayoría de los casos, estos pierden el orden establecido por Dios para las relaciones humanas. Aunque algunas de estas herramientas que nos ofrecen en terapia pueden ser bastante evidentes en su desviación del propósito divino (casos comúnes son la incitación a las relaciones del mismo sexo o las relaciones conyugales fuera del matrimonio), algunas pasan casi desapercibidas. Considere el siguiente extracto de una psicóloga feminista, quizás la más leída en habla hispana sobre cuestiones amorosas: 

El amor no es sacrificio, renuncia ni rendición: no tienes por qué olvidarte de ti misma ni de tus necesidades solo porque tengas pareja. No tienes por qué entregarte en cuerpo y alma si la otra persona no se entrega. No tienes por qué aguantar todo lo que te echen encima «por amor». Amar no es sufrir: es disfrutar.2

Puedes percibir el problema, ¿cierto? La predicación central del cristianismo es básicamente que Cristo, el Dios y Rey del universo, bajó de su trono y se hizo como nosotros, sufriendo, renunciando a sí mismo por amor a la humanidad. El cristianismo primitivo entendió esto al punto de que muy tempranamente compusieron un himno sobre este marcado evento en la historia de los hombres: 

Tened entre vosotros los mismo sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (Filipenses 2:5-8).

Es cierto que aquí no hablamos de un mero amor romántico, pero eso no hace inaplicable la contraparte del amor que enseña Cristo con el de la psicología secular. En Efesios 5:25, Pablo compara el amor de Jesús por la Iglesia con el amor que los esposos deben tener con sus esposas: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella». Note como San Pablo no habla aquí del amor de Cristo como un mero sentimentalismo expresado por actividades neurológicas (tampoco sugiero que debió haberlo hecho necesariamente para validar el punto de la psicología secular). Él compara directamente el amor del marido por la esposa como un amor sacrificial: un amor que se entrega, como Cristo se entregó por nosotros. 

La palabra griega para «amar» en este versículo es la forma griega ágape, que podría entenderse como «una determinación de la propia voluntad a favor del amado»3. Este término griego era especialmente relevante e innovador en el Nuevo Testamento. Los antiguos griegos, usaban el término eros para referirse al amor entre un hombre y una mujer; a una pasión desenfrenada y reductivamente sexual. La revolución occidental moldeada por la comprensión cristiana de las virtudes trajo consigo una visión más profunda de este eros. Como escribió el difunto Santo Padre, Benedicto XVI, «el “eros” de Dios para con el hombre, es a la vez agapé»4

El amor análogo de Cristo para con la Iglesia es intrínsecamente opuesto a la propuesta de la psicóloga que mencionamos. De cierta forma, veo que las propuestas seculares del amor suelen ser bastante egoístas. Cristo dijo que «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Juan 15:13), lo que puede tomarse como una visión radical del amor. ¿Tenemos algunas razón para limitar este amor únicamente a las amistades?, ¿no hay un compromiso más profuso en una relación que en una amistad? 

Por supuesto, aunque vemos que el ágape del Nuevo Testamento implica sacrificio y renuncia, no estoy sugiriendo que uno deba dejarse maltratar por el amado. El amor propio es fundamental en cualquier relación, pero el extremo de llevar este amor propio a evitar la renuncia, el sacrificio y el sufrimiento, es simplemente contrario a lo que Dios nos enseña en su palabra. 

Considere la última cláusula de la psicóloga feminista antes citada: «Amar no es sufrir, amar es disfrutar». Tal proposición va contra la naturaleza paulina del amor. En 1 Corintios 13, el apóstol habla maravillosamente del amor cristiano con todas sus implicancias, y aunque el amor por si mismo es algo bueno y que se disfruta, por ser un atributo divino, no existe una dicotomía entre amar y sufrir y amar y disfrutar. San Pablo escribe: 

El amor es sufrido, el amor es bondadoso, el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, el amor no envanece. No actúa indebidamente, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra en la injusticia, sino que se regocija con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser. (1 Corintios 13:4-8).

A primera vista esto puede parecer que el amor propio queda desplazado, pero no es así. El amor propio tiene que mantener los pies sobre el suelo y recordar que ante todo somos seres humanos imperfectos, con limitaciones, y que debido a la caída de Adán y Eva tenemos una naturaleza manchada por el pecado. Reconocer las limitaciones de uno mismo no es falta de amor propio —puesto que no se sugiere que uno no puede crecer personalmente— sino que es humildad. Seamos honestos, a nadie le agrada una persona con sobreestima y que sea un arrogante de primera; sabemos que hay algo que esa persona no está haciendo bien con la percepción que tiene de él mismo. 

Cristo nos enseña que seamos humildes como él es humilde (Mateo 11:29), y la humildad constantemente implica sacrificio y renuncia. Actualmente, está muy de moda hablar de responsabilidad afectiva, pero un componente esencial de la responsabilidad afectiva, creo, es el sacrificio. Dios nos ha permitido estar con nuestra pareja, pero no sólo para «disfrutar del amor», sino para cuidarla en los momentos difíciles; acompañarla, sufrir y llorar con ella, entregarlo todo en la medida de lo posible sin que con ello descuidemos nuestra comunión con Dios y con nosotros mismos. En ocasiones, el amor exigirá que nos salgamos de nuestra zona de confort y renunciar a ciertas cosas que nos hacen bien, que nos ponen felices, pero debemos trabajar para que el sufrimiento con el amado no sea un martirio sino una alegría. 

Aunque los evangelios no lo dicen explícitamente, es seguro que Cristo al morir era muy feliz independientemente del maltrato físico al que fue sometido; independientemente de la gran renuncia que hizo humillándose a sí mismo. Porque en su amor perfecto, Jesús sabía que el sacrificio era necesario por sus amados. Hablar de responsabilidad afectiva sin sufrimiento, simplemente no es responsabilidad. Evitar al amado cuando el sufrimiento es un obstáculo, no siempre es responsabilidad o amor propio; muchas veces es egoísmo y cobardía. 

Claro que hay varias delimitaciones a tomar en cuenta aquí. Por ejemplo, ¿hasta qué punto uno debería sufrir con el amado?, ¿cuáles son las condiciones a tener en cuenta para no terminar una relación debido a un sufrimiento ocasionado?

Creo que ante todo aquí se debe tomar en cuenta lo que quieren los novios. Es verdad, nadie está obligado a sufrir arideces espirituales, pecados, problemas emocionales, etc., con la persona amada (al menos no necesariamente al estilo romántico). Uno puede simplemente decidir romper la relación y acompañar a esa persona como un hermano en Cristo en sus problemas, sin tener un compromiso matrimonial de por medio. Pero aquí también debe tomarse en cuenta que los sufrimientos siempre estarán presentes, si no es en esa relación, será en la futura, y probablemente aún más en el matrimonio, y no puedes esta huyendo cada que existan problemas con tu pareja, puesto que eso no tiene nada de responsable afectivamente hablando. El rompimiento, por lo tanto, debe ser con la consciencia de que uno no está preparado para enfrentarse a esas situaciones; que uno no está dispuesto a llevar hasta el final una relación pero que, a pesar de ello, y si Dios quiere una vocación matrimonial para nosotros, trabajaremos para estar listos en el futuro. 

Sobre cuáles son las condiciones o indicios de que aún debemos sufrir con la persona amada creo que tiene que ver mucho con la disposición de lucha. Hay una frase de San Francisco de Sales que me gusta mucho, tiene que ver con la relación que tenemos con Cristo y nuestra lucha con el pecado. Él dice: «Es para nosotros, una condición ventajosa, en esta guerra, saber que siempre seremos vencedores, con tal que queramos combatir»5. La condición de Dios para salvarnos de nuestros pecados, es el querer vencer tales pecados y poner en marcha nuestra voluntad para alcanzar sus gracias. Como dijo Jesús en los evangelios: «pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y el que llama, se le abrirá» (Mateo 7:7-8); y San Agustín: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Una persona no puede ser ayudada si no dispone su voluntad a que le ayuden. Obligarle sería bastante coercitivo, y es algo que el mismo Señor no hace con sus siervos. 

Lo que pienso, es que el sufrimiento acompañado debe llevarse al punto en que la persona amada no quiera seguir luchando. Hay vicios, desordenes emocionales, problemas económicos, familiares, de escuela y trabajo, que a veces afectan indirecta o directamente la relación. Una disposición de lucha en tales situaciones de estrés o ansiedad son simplemente admirables, pero cuando tal disposición se acaba, la lucha se vuelve inútil y hasta dañina, porque nos olvidamos de nosotros mismos y seguramente de Dios, porque enfocamos nuestra atención en alguien que simplemente no quiere superar sus (o nuestros) obstáculos. 

En conclusión, creo que una buena orientación amorosa no debe estar únicamente influenciada por las herramientas psicológicas que se nos ofrecen (que muchas son muy buenas), sino también por el aspecto teórico y práctico de la revelación divina. Los psicólogos suelen instruirnos conforme a su cosmovisión, hablo por mi experiencia y la de muchos, pero como católicos creemos que no existe una comprensión relativa del mundo sino que, de facto, hay una sola posición verdadera en este asunto: el cristianismo. 

Debemos ser atentos y no caer en los peligros de una desviación del ágape. Que sea la razón divina la que ilumine la nuestra y nos haga actuar conforme a su voluntad y deseos, no conforme a actitudes contrarias. 

Referencias

  1. Homilía del 18 de febrero del 2018. Claves para un noviazgo digno de ese nombre. Min. 3:05. Disponible en spotify. 
  2. Herrera, C. (2020). Cómo disfrutar del amor: Herramientas feministas para transformar el mito del amor romántico. Barcelona: Penguin Random House. p. 43 [edición kindle].
  3. Pruss, A. (2013). One Body: An Essay in Christian Sexual Ethics. Indiana: Notre Dame Press. p. 29 [edición kindle]. 
  4. Benedicto XVI, Deus caritas est, 10. 
  5. San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, cap. V. 

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